Detrás de la
sudadera gris
Lo que leerás a continuación está inspirado en experiencias reales de adolescentes que, en el silencio de su día a día, luchan contra sus inseguridades y un sistema que rara vez los escucha. Esta historia no es ficción: es un reflejo de voces que han quedado ahogadas bajo rutinas interminables, expectativas familiares y el peso de un cuerpo que se siente ajeno.
Me llamo Lucas, tengo dieciséis años y peso más de lo que debería para mi edad. Cada mañana me visto con ropa holgada y me oculto detrás de una sudadera gris, como si su tela pudiera absorber mis inseguridades. Vivo en un barrio de clase media; mis padres salen antes del amanecer y regresan cuando ya no hay luz, agotados de jornadas interminables. El silencio en casa es pesado: nadie pregunta cómo estoy, nadie ve mis marcas de tristeza.
El instituto se ha convertido en una prisión administrativa. Las clases: monótonas. Los profesores: impasibles. Su único objetivo parece ser triturarnos a deberes y exámenes estandarizados. Paso las tardes corriendo de una asignatura a otra, atrapado en torres de apuntes sin sentido. No me dejan respirar, ni pensar, ni soñar. Me siento como un engranaje roto en una máquina que no funciona.
Los fines de semana no existen. Entre trabajos extra y proyectos “imprescindibles”, apenas tengo tiempo para comer, dormir o siquiera sentir. Mis compañeros hablan de salir, de fiestas, de música, pero yo no tengo fuerzas. Mi cuerpo me pesa: cada paso es un recordatorio de mi gordura, de mi fracaso. En el espejo sólo veo un chico con la mirada vacía, un cuerpo que no responde, un corazón que late con desesperación.
La voz que resuena en mi cabeza repite una sola frase: “¿Para qué seguir así?” He pensado en la manera más limpia, la forma más rápida. Imagino una pastilla tras otra, un silencio definitivo que ponga fin a este ruido ensordecedor. Me siento invisible, invisible para mis padres, para mis profesores, incluso para mí mismo.
Hace un mes, dejé una nota en mi mesilla. No era larga: describí mi peso, mi agotamiento, mi hastío con un sistema educativo que mata la curiosidad y a los sueños. No culpé a nadie en particular; culpé al aire, a los muros grises del colegio, al tic-tac insistente del reloj.
Hoy he decidido tomar la última decisión. No espero aplausos ni lamentos. Sólo quiero que alguien, alguna vez, sienta lo que yo he sentido: el miedo al espejo, el miedo al fracaso, el miedo a vivir. Y tal vez así, antes de que otros caigan como yo, alguien se detenga a escuchar de verdad.